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El día en que Caracas tembló


Hoy se cumplen 40 años del terrible terremoto que asoló la ciudad de Caracas el 29 de julio de 1967. El diario “El Nacional” publica un extraordinario reportaje sobre ese suceso.

I

Sábado 29 de julio de 1967. 8:02 pm. Caraballeda

.

Myriam Sánchez de Páez-Pumar friega los platos en la cocina del penthouse de la Mansión Charaima, una lujosa residencia vacacional ubicada en La Guaira. Acaba de acostar a sus tres hijos, agotados después de un intenso día de playa: María Alexandra (dos años de edad), Alejandro José (un año) y María Elena (una bebé de sólo ocho meses).

Sin aviso, un crujido le interrumpe la vida. El piso del apartamento comienza a batirse. Myriam sabe que es un terremoto, pero la sacudida no la deja pensar. Su instinto le hace gritar a los pequeños que no se muevan, mientras se arrastra hasta la puerta del apartamento. Segundos después observa a decenas de personas huir hacia las escaleras para tratar de escapar de ese enorme barco de concreto a punto de naufragar, construido justo sobre la falla que esa noche expulsó una onda sísmica de 6,5 grados en la escala de Richter.

El bamboleo era interminable. Sentí el impulso de correr y escapar por las escaleras, pero me di la vuelta para buscar a mis hijos y, de pronto, la luz se apagó“, recuerda Myriam. La mujer no resiste más y se desploma de boca sobre el piso y junto con ella se derrumban los cuatro pisos superiores de la Mansión Charaima.

Cesa el sacudón y todo se convierte en quietud, oscuridad y silencio. Myriam está sepultada bajo toneladas de cemento triturado, pero viva. Quedó atrapada en un espacio entre los escombros, con las 2 manos aprisionadas por una pesada viga de concreto. Le pide a Dios mucha calma para convertir su desesperación en serenidad, resignada a que su vida acabe con sólo 25 años. De pronto, algo la estremece: es la voz de su hija mayor, María Alexandra, quien pide ayuda. No puede verla, ni sentirla; sólo escucha su quejido y le responde para calmarla. De sus otros 2 hijos, ni un sonido.Un escalofrío le recorre el cuerpo.

El ingeniero Alejandro PáezPumar, esposo de Myriam, estaba saliendo de la planta baja de la Mansión Charaima cuando lo sorprendió el mismo ronquido de la tierra
. “El asfalto comenzó a moverse como un mar picado. Los carros saltaban como peñeros, era impresionante. De inmediato pensé en mi familia, que estaba en el piso 10″, sentencia Alejandro.

Subió las escaleras como pudo, pero cuando llegó al piso 6 los escalones habían desaparecido
. Salió del edif cio, se alejó unos metros y alzó la mirada para buscar explicaciones. En ese momento, Alejandro entendió que a la residencia le faltaban los cuatro pisos superiores: “Estaba al lado de Fernando Candiales, quien había sido el ingeniero residente de aquella obra, y no podíamos creerlo. La mitad del edificio había desaparecido“.

II

Sábado 29 de julio de 1967. 8:02 pm. Altamira.

Luken Quintana lleva cinco horas durmiendo en el apartamento 5-4 del edificio Palace Corvins, en la avenida principal de Altamira Sur. Estuvo toda la madrugada de parranda y está agotado. Debe descansar, porque esa noche tiene otro compromiso: una reunión en casa de Julio González, un amigo que vive en el edificio Mijagual de la 4ª transversal de Los Palos Grandes.

Luken es un joven estudiante de Derecho que vive con sus padres, pero ellos se fueron esa tarde al Centro Vasco de El Paraíso. “Ese día estaba solo en el apartamento y tenía miedo de quedarme dormido para la reunión. Así que le pedí a una amiga que me llamara por teléfono para despertarme justo a las 8:00 pm“, recuerda Luken. La compañera cumple, con un par de minutos de retraso.

Mientras cruza las primeras palabras por teléfono, Luken escucha un rugido lejano que crece hasta mover las paredes.

Responde a un instinto que lo impulsa a salir del apartamento. Abre el seguro con inusual rapidez y se lanza en busca de las escaleras, mientras las paredes se quiebran como si fueran galletas. Salta desde el 5º piso al 4º, al 3º, al 2º; hasta que siente una fuerte corriente de aire que le congela el cuello y un chaparrón de agua fría que cae sobre su cabeza. En ese momento, una de las torres del edificio Palace Corvins de Altamira se desploma por completo, justo a su lado; pero Luken no se entera.

Toda su inteligencia y su destreza física se concentran en un solo objetivo: sobrevivir.

Sale hasta la acera y se detiene en medio de la calle. Es allí, vestido sólo con una bata y un par de mocasines, que entiende lo que está ocurriendo: “Estaba todavía jadeando del cansancio y dominado por el pánico cuando, de pronto, vi a una mujer en un carro que gritaba desesperada: `¡Terremoto, terremoto!’. Entonces me di cuenta de que la torre de nueve pisos donde vivía con mis padres ya no existía; sólo quedaba una nube de polvo”.

Miles de cosas pasan por la cabeza de Luken en ese momento, pero tiene una única certeza: debe comunicarse con sus padres. Corre hasta el cafetín Copenhague, a media cuadra, y le pide al encargado un puñado de monedas para usar un teléfono público. Hay línea, pero no logra comunicarse con el Centro Vasco. “Allí entiendo que estoy medio desnudo en la calle“, recuerda. Resuelve irse corriendo a casa de su novia, a pocas cuadras, donde su suegro le presta un pantalón y una camisa.

En medio de su frenética carrera, Luken se acuerda de que esa noche, a esa hora, debía encontrarse con Alfredo Rojas para llegar a la reunión en casa de Julio González. Lo que no sabía es que Rojas llegó temprano al compromiso para ver el Miss Universo por televisión y que el edificio Mijagual, donde ellos estaban, también se desplomó durante el sacudón. En ese edificio quedaron enterradas aquella noche más de 40 personas, incluyendo a sus 2 amigos.

Una hora después del sismo, Luken está sentado frente a los escombros de lo que fue su apartamento. “Entendí que había perdido todo. No me quedaba ni un libro, ni un zapato, ni un mueble. Esa idea es brutal, pero no lo sentía tanto por mí, sino por mi padre, un inmigrante del País Vasco que había sufrido los rigores de la guerra e iba a tener que empezar de cero otra vez“, relata Luken.

Sus padres llegan al sitio, incrédulos ante el desastre, pero el joven trata de explicarles la proeza que había logrado en medio de la tragedia: ser el único sobreviviente del edificio Palace Corvins, donde esa noche murieron sepultadas, por lo menos, 24 personas.

 

III

Sábado 29 de julio de 1967. 8:02 pm. Macuto.

Antonio Guédez descansa en una casa humilde del sector La Veguita de La Guaira. Es bombero voluntario del Distrito Federal y esa noche se queda con su hijo Tomás Enrique, de cuatro años de edad.

Más dormido que despierto, Antonio siente un estruendo que apaga el televisor y las luces de la casa. El suelo se estremece, los muebles se tambalean. De inmediato entiende lo que ocurre. “Tomé a mi hijo en brazos, llamé a mi esposa y mis otros dos hijos que estaban en la casa y traté de salir a la calle por una ventana, pensando que era la puerta. Los nervios me confundieron. Cuando salimos, el movimiento cesó y todos los vecinos estaban afuera, sin explicarse lo que había pasado. Pero yo sí lo sabía: esa noche nos había sacudido un terremoto”, evoca Antonio.

Para su sorpresa, en el sector donde vive no hay mayores daños. Decide irse al cuartel central de los bomberos de La Guaira; pero se tropieza en la carretera con una de las unidades de emergencia. “Vete directo a la Mansión Charaima, que la cosa es grave“, le dice uno de sus compañeros.

Antonio era un bombero con pocos años de experiencia y no estaba preparado para ver el desastre en Caraballeda: los cuatro pisos superiores de la residencia vacacional ya no existían, decenas de personas deambulaban desconcertadas y el hotel Sheraton, ubicado enfrente, parecía una caja de cartón mojado a punto de desmoronarse.

Antonio se une al equipo dirigido por el teniente Marcos Salazar y participa en la primera maniobra de rescate: el desalojo de 11 personas que quedaron atrapadas en algunos pisos de la Mansión Charaima. Para ello se utilizó “La Jirafa”, un vehículo con una canasta metálica adosada a un enorme brazo mecánico; todo un alarde de tecnología de rescate que tenía sólo 5 meses en Venezuela.

Antonio permanece en Caraballeda hasta la mañana del domingo 30 de julio: atiende a los heridos, lleva a los sobrevivientes a zonas altas (esperando el temido maremoto, que nunca llegó) y ayuda a sacar cadáveres. A las 9:00 pm del domingo, se encuentra con otra sorpresa: el llanto de un niño entre los escombros de la Mansión Charaima, 24 horas después del terremoto.

Antonio ve a Alejandro PáezPumar diciéndole al equipo de rescate que ese llanto es de uno de sus hijos. Una débil pero certera señal resucita la esperanza.

La complicada operación de rescate en el lado oeste del edificio se detiene por un gran problema: nadie tiene una sierra para cortar concreto. Hay que esperar hasta la mañana del día siguiente, cuando la familia Páez-Pumar compra una de esas herramientas en la tienda Sears de Bello Monte.

Antes del mediodía comienza la cuidadosa excavación del túnel que, a final de la tarde, llega cerca del espacio donde están atrapadas Myriam Sánchez de Páez-Pumar y su hija, María Alexandra, quien tiene uno de sus pies atrapado entre las barritas deformadas de la cuna.

“El capitán Francisco Rosas, para entonces comandante de los Bomberos Marinos, me comentó que era casi imposible sacar a la niña en esas condiciones sin dañarle el pie. Estábamos muy consternados“, recuerda Antonio.

La tarde del lunes 31 de julio, los bomberos logran liberar a la niña de 2 años de edad con el pie destrozado, después de haber pasado 48 horas de agonía junto a su madre, quien logra salir 12 horas más tarde con graves lesiones en las manos. Pero todavía faltaba alguien: la niña que lloraba la tarde del lunes no era María Alexandra, sino María Elena, la bebita de 8 meses de la familia Páez-Pumar que quedó atrapada y sola entre los escombros del apartamento. Ella fue liberada la noche del martes, 72 horas después del terremoto.

Según el reporte oficial, en la Mansión Charaima murieron 28 personas, entre ellos el niño Alejandro José, el único miembro de la familia Páez-Pumar que no pudo salvarse de la tragedia.

IV

Sábado 29 de julio de 1967. 8:02 pm. San Bernardino.

Rodolfo Briceño, un joven estudiante de medicina en la Universidad Central de Venezuela, recién comienza su turno en la maternidad Santa Ana de San Bernardino. Camina por uno de los pasillos del centro asistencial cuando escucha un estruendo y el edificio queda a oscuras. Los gritos de los pacientes, los vidrios quebrándose y el rugido de la tierra lo desconciertan. Después de 35 segundos, cesa el sacudón. Rodolfo se reúne con varios médicos y comienza a chequear a las nerviosas parturientas, mientras piensa en su familia. Levanta un teléfono, pero no hay servicio. Tampoco hay tiempo: “Recuerdo que la angustia por el sismo provocó que, por lo menos, a una docena de mujeres embarazadas se les adelantara el parto. Como el edificio estaba sin energía, el equipo médico decidió recibir a más de 10 recién nacidos en la grama de los jardines de la clínica“, recuerda Rodolfo.

Una hora después, los médicos comentan que la emergencia real está en Los Palos Grandes. Rodolfo también es bombero voluntario, sargento segundo, y sabe que esa noche puede ser más útil con su uniforme azul que en la maternidad. Toma su vehículo, va a su casa en Bello Monte a verificar que su familia está bien y a las 10:15 pm, se reporta al recién inaugurado Cuartel Central de los Bomberos del Distrito Federal, en la avenida Fuerzas Armadas.

Dos horas después, los bomberos sentencian que la zona más crítica es el noreste de Caracas, donde se habían desplomado cuatro edificios: el San José y el Mijagual en Los Palos Grandes, además del Neverí y el Palace Corvins en Altamira. Otras 30 estructuras en esa zona estaban a punto de colapsar. También hay unidades trabajando en La Guaira, en los alrededores del hotel Macuto Sheraton y en la Mansión Charaima. Algunas pequeñas casas y locales comerciales también colapsaron al noroeste de Caracas, entre La Candelaria y La Pastora.

Rodolfo se queda en la comandancia de los bomberos y arma un puesto de atención primaria: “Aquella noche entendí que la suerte es tu mayor aliada durante un terremoto. Auxilié a un joven de 30 años que llegó herido de San Agustín y quedó cuadrapléjico. Había seguido la instrucción básica: cuando comenzó el sismo, salió de su casa y trató de alejarse de la estructura; pero un ladrillo le cayó justo en el cuello y le desbarató la médula. Sin embargo, su familia se quedó dentro de la casa contra toda indicación y no le pasó nada. Es impredecible”.

 

V

Sábado 29 de julio de 1967. 8:02 pm. Autopista Francisco Fajardo.

 

Nelson Rodríguez Lamela maneja de regreso a su casa por la autopista. Quiere descansar porque en sólo horas debe abordar un vuelo rumbo al Medio Oriente junto con su compañero de aventuras, Oscar Yánez. Habían hecho todos los preparativos para hablar con los generales israelíes que tomaron la península del Sinaí un mes antes, durante la Guerra de los Seis Días.

Nelson es un especialista cubano en asuntos de televisión, el camarógrafo más experimentado de Venevisión y el único en Venezuela que tiene una cámara portátil de 16 mm.

Nelson casi no siente el estremecimiento de la tierra mientras conduce, hasta que ve la desesperación de la gente corriendo por las calles. Al caer en cuenta de que es un terremoto, se va al canal para encontrarse con Yánez y buscar el equipo que ya había embalado. El viaje a Egipto se suspende.

Cuando llega a la televisora, se topa con un técnico japonés llamado Toshibo Ueno, arrodillado frente a la antena de Venevisión en La Colina, diciendo: “No se cai, no se cai, no se cai”. El asiático había instalado la torre esa semana y rogaba no perder su trabajo.

Nelson se mete con Yánez en un carro y comienzan el recorrido por el este de Caracas. Se topan con los restos del edificio Mijagual y se encuentran a Petra Benítez, una señora que sobrevivió al derrumbe porque tendía ropa en la azotea del edificio. La pesada cámara no estaba lista y perdieron el testimonio. Después se enteraron de que en ese mismo edificio estuvo a punto de ocurrir una mortandad política: allí fallecieron dos dirigentes de Copei (Alfredo Rojas y Julio González) y casi quedaron enterrados también los principales líderes de Acción Democrática, lo que no sucedió gracias a que el vuelo en el que llegaba Gonzalo Barrios esa noche se retrasó y se suspendió una cena prevista en casa de Rubén Carpio Castillo.

Entre los restos del edificio San José, Néstor graba la imagen del cuerpo de un niño aplastado por los escombros, que luego daría la vuelta al mundo. Hace lo mismo en las adyacencias del edificio Neverí de Altamira y del Palace Corvins.

Aunque en el currículum de estos dos periodistas figuraban la cobertura de guerras y desastres naturales, era la primera vez que una tragedia como esa les tocaba de cerca.

Al final de la madrugada recorren el oeste de la capital, en la mañana van a La Guaira y después de 12 horas de trabajo llegan a una conclusión: el terremoto se ensañó contra los ricos. En zonas populares hay pocos daños y la gente no tiene conciencia de lo que pasó. “Nos daba coraje ver a las personas haciéndose retratos sobre los escombros, caminando indiferentes a la tragedia. Muchos curiosos en todas partes impedían el trabajo de los rescatistas. La mayoría de los caraqueños no entendía la magnitud de lo que había pasado; entonces decidimos llevar la muerte a las casas de la gente”, recuerda Nelson.

Rompieron las reglas y montaron un crudísimo programa de una hora titulado “La horrible cara de la tragedia”, que se transmitió sólo 24 horas después del terremoto, a las 8:00 pm del domingo. Por primera vez, la televisión transmitió el drama de una tragedia que tocaba a los ciudadanos muy de cerca.

Tuvieron problemas con directivos de Venevisión, un proceso disciplinario en el Colegio Nacional de Periodistas y críticas generalizadas. 40 años después, Néstor reivindica el programa como un hito para el periodismo venezolano. “Hay un antes y un después de esa transmisión. Le abrimos los sentidos a la gente con equipos que eran un alarde de alta tecnología. Hicimos historia”.

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